viernes, 28 de junio de 2013

Derecho Administrativo y Administracion Publica

I. LA ADMINISTRACION PÚBLICA COMO PERSONA JURIDICA
     La más simple y tradicional definición del Derecho Administrativo lo considera como el Derecho de la Administración Pública, realidad política radicalmente ajena a las administraciones privadas, al menos desde el punto de vista jurídico, por más que, desde la perspectiva neutra de las técnicas de organización o de los métodos de trabajo ambas clases de administraciones puedan considerarse bajo un prisma unitario (tampoco nunca totalmente abstracto e intercambiable) por la llamada Ciencia de la Administración.

     Así planteada la cuestión (el Derecho Administrativo como Derecho de esa realidad del mundo político que es la Administración Pública), la primera y fundamental pregunta a resolver es qué cosa sea la Administración pública para el Derecho Administrativo.

     La pregunta, aparentemente sencilla, ha sido sin embargo, el centro de los debates que han hecho posible la elaboración dogmática del Derecho Administrativo. Las respuestas y soluciones han sido muchas y dispares a lo largo de un siglo y medio de historia de la disciplina.

     No vamos, sin embargo, a reseñar ese largo itinerario que no es imprescindible seguir para el objetivo que nos es ahora propio.

     1. El concepto de Administración en la evolución del Derecho Administrativo

     A partir de la Revolución francesa, momento en el que nace el Derecho Administrativo, y durante la primera mitad del siglo pasado, la Administración Pública se identifica con el Poder Ejecutivo, en el marco constitucional del principio de división de poderes. El Derecho Administrativo venía a ser entonces el régimen jurídico especial del Poder Ejecutivo.

     Hacia mediados del siglo XIX, los esfuerzos dirigidos a garantizar la autonomía del nuevo Derecho Público, con la necesidad de abandonar las explicaciones personalistas y místicas del feudalismo y el absolutismo, cristalizan en Alemania en una aportación capital, sin duda tomada en préstamo del pandectismo iusprivatista: el reconocimiento del Estado como persona jurídica (ALBRECHT, GERBER, LABAND, JELLINEK). El Estado sería, ante todo, una persona jurídica, y esta constatación elemental permite iniciar, justificar y sostener la magna construcción de su comportamiento ante el Derecho. La personificación jurídica del Estado se erige así -dice GERBER- en el presupuesto de toda construcción jurídica del Derecho Público.

     En el plano que ahora nos interesa, el hecho de que se considere que la personalidad jurídica corresponde al Estado en su integridad y no a cada uno de sus tres Poderes, hace que éstos pierdan su sustantividad propia y se conviertan en simples expresiones orgánicas de aquél. La Administración Pública, hasta aquí identificada con uno de los poderes orgánicos e individualizados del Estado, el Poder Ejecutivo, pasa a ser considerado entonces como una función del Estado-persona.

     El problema queda planteado de este modo, en unos términos muy diferentes: ya no se ve en el Estado un conjunto de Poderes individualizados (entre ellos el Poder Ejecutivo o Administración Pública), sino una persona jurídica única que realiza múltiples funciones, una de las cuales sería, precisamente, la de administrar. La cuestión será entonces la de averiguar en qué consiste, concretamente esta función de administrar dentro del cuadro de las funciones generales del Estado.

     El intento de aislar una abstracta función estatal de administrar, para edificar sobre la misma el objeto formal del Derecho Administrativo como disciplina, ha sido uno de los esfuerzos más prolongados y más sutiles en la historia de nuestra ciencia y también uno de los más baldíos. Administrar sería acción (frente a declaración, como propia de las funciones legislativa y judicial), o acción singular y concreta, o acción organizada, o acción de conformación social o gestión de los servicios públicos (esta tesis dominó la primera mitad de este siglo en Francia), o actuación bajo formas jurídicas peculiares (acto de autoridad primero, acto-condición y acto subjetivo en DUGUIT, actuación ejecutoria, etc.). El cansancio de este prolongado esfuerzo dialéctico se manifestó en la sorprendente adopción final de fórmulas exclusivamente negativas: administrar sería toda actuación del Estado distinta de legislar o de enjuiciar (escuela alemana, desde MAYER, que reaparece insólitamente en la Ley norteamericana de Procedimiento Administrativo de 1946), criterio cuyo sentido vendría del hecho de que legislar y juzgar se habrían separado del complejo de funciones del viejo Estado absoluto como simples técnicas formales, en tanto que el resto -un conglomerado o aluvión histórico donde se mezclan funciones y competencias heterogéneas- no es reductible a ninguna técnica formal uniforme; o tesis de la regla o cláusula exorbitante, desempolvada en Francia (porque tiene un claro origen absolutista: los derechos del Príncipe exorbitant a iure commune; nuestras Cortes de Valladolid de 1442 protestan ante el Rey de que en las Reales Cartas se ponen muchas exorbitancias de derecho; en la Ley 7a. Título V, Libro III de la Novísima Recopilación, se habla de las Cartas Reales a que las mandamos dar de nuestro proprio motu y poderío Real absoluto, con otras exorbitancias) tras la crisis de la doctrina del servicio público, en esta última postguerra, y que se limita a catalogar en el Derecho Administrativo las regulaciones Estado-súbditos que salen (por arriba o por abajo; privilegios en más y en menos: RIVERO ) de los moldes establecidos del Derecho Privado, renunciando a una explicación uniforme de esa peculiaridad.

     ¿Es verdad que hay que acoger cualquiera de esas explicaciones negativas, una vez que se ha constatado el fracaso de una caracterización positiva de la función de administrar?

     La cuestión ha de plantearse más hondamente: si es cierto que administrar sea una simple función abstracta jurídicamente definible y que la Administración como organización carezca de toda sustantividad propia, siendo un simple complejo orgánico relativo, aunque más o menos constitucionalizado, que ha de referirse a la verdadera entidad sustantiva desde el punto de vista jurídico, el Estado. Apuremos esta vía crítica.

     2. La Administración como persona jurídica

     Lo primero que hay que notar, en efecto, es que la Administración Pública no es para el Derecho Administrativo una determinada función objetiva o material. El fracaso de cuantos intentos se han realizado en esta dirección es la mejor prueba de la inutilidad de insistir en este punto. La movilidad de la propia materia administrativa es, sin duda alguna, un obstáculo insuperable para intentar perfilar un modo material o formal de administrar. Las funciones y actividades a realizar por la Administración son algo puramente contingente e históricamente variable, que depende esencialmente de una demanda social, distinta para cada órbita cultural y diferente también en función del contexto socioeconómico en el que se produce. A su vez, las técnicas formales de administrar varían también circunstancialmente, por lo que sería vano intentar aislar una de ellas como prototípica y definitoria: así se ha visto espectacularmente con la experiencia de las nacionalizaciones y empresas públicas, que por sí sola ha bastado en Francia para poner en crisis a la hasta ese momento hegemónica doctrina del servicio público que hacía un dogma de la aplicación necesaria del Derecho Administrativo a la gestión de los servicios públicos (el fenómeno de las empresas públicas ha roto definitivamente esa correspondencia, al suponer, por una parte, la aplicación del derecho privado en la gestión ad extra de servicios públicos inequívocamente tales -ferrocarriles, electricidad, gas-; por otra, la aplicación del derecho público -en cuanto a la forma de personificación y organización- para gestionar actividades sustantivamente privadas; por ejemplo, la Régie Renault, que, bajo una forma pública, fabrica y pone en el mercado los automóviles de esa marca; en el mismo sentido, la nacionalización de ciertos grupos industriales acordada por el gobierno socialista en 1981).

     La Administración Pública no es tampoco para el Derecho Administrativo un complejo orgánico más o menos ocasional. La relación estructural entre la realidad constituída por la Administración Pública y el ordenamiento jurídico no se efectúa por la consideración de la misma como un conjunto de órganos, sino a través de su consideración como persona. Para el Derecho Administrativo la Administración Pública es una persona jurídica. Este de la personificación es el único factor que permanece siempre, que no cambia como cambian los órganos y las funciones, y por él se hace posible el Derecho Administrativo. Todas las relaciones jurídico-administrativas se explican en tanto la Administración Pública, en cuanto persona, es un sujeto de Derecho que emana declaraciones de voluntad, celebra contratos, es titular de un patrimonio, es responsable, es justiciable, etc. La personificación de la Administración Pública es así el dato primario y sine qua non del Derecho Administrativo.

     Conviene notar que lo que acaba de afirmarse está muy lejos de la teoría de la Escuela Alemana de Derecho Público, que sostuvo por vez primera, como antes vimos, la personalidad jurídica del Estado, notoriamente sobre los supuestos del idealismo hegeliano. La personalidad del Estado en su conjunto es sólo admisible en el seno de la comunidad de los Estados (el Estado en cuanto sujeto del Derecho Internacional en su relación con otros Estados). Desde el punto de vista del ordenamiento interno no aparece, en cambio, esa personalidad un tanto mística del Estado, sino sólo la personalidad propiamente jurídica de uno de sus elementos: la Administración Pública.

     3. Excursus sobre la división de los poderes

     Puede ser útil acudir para verificar el anterior aserto (sólo la Administración Pública está realmente personificada dentro del vasto complejo orgánico que llamamos Estado) a la realidad constitucional inglesa, que es la más alejada, como es obvio, tanto de los dogmas absolutistas, donde la concentración de poderes y el intento monopolizador de todas las manifestaciones del Derecho alcanzó carácter patológico, como de las construcciones jurídicas hegelianas, construcciones explicables en cierta medida como una sublimación de esa realidad absolutista, que hace un cuerpo único del Estado, del Derecho y aun, con ellos, de la Religión y la Moral. Como en tantas ocasiones, el ejemplo inglés puede resultar aquí paradigmático.

     Pues bien resulta que la propia palabra Estado es extraña al Derecho inglés, mucho más el concepto. En vez de éste, encontramos el de Corona, al que se refiere toda la organización administrativa (the state is not an entity recognised by our law. The State is the crown: ALLEN). Pero junto a la Corona está el Parlamento, como órgano del pueblo. Corona y Parlamento (o pueblo), King and Parliament, no son elementos parciales de una realidad superior, el Estado, según las ideas más o menos místicas del monarquismo continental, sino que tienen sustantividad independiente, no interiorizados en ninguna pretendida unidad superior. Ambos sujetos están simplemente en relación, como lo están las partes de un contrato, nexo en el cual cada una mantiene íntegra su individualidad; concretamente, Rey y pueblo son reciprocally trustees for each other (MAITLAND, sobre conceptos de LOCKE). No tiene objeto que intentemos ahora precisar el contenido de esa relación de trust o de fiducia (más adelante tendremos ocasión de volver sobre ello); baste notar que esa relación que afecta a ambos sujetos afirma y no disuelve su respectiva individualidad, su principio propio e incomunicable, su diversidad, en fin.

     Por su parte, los Tribunales tampoco son órgano de la Corona, sino órganos o expresiones del derecho de la tierra, the law of the land, derecho que, por su parte -y ésta es la idea esencial del common law-, no está estatalizado, no es un producto de la voluntad del Príncipe, sino obra de las costumbres aplicativas y, de las decisiones judiciales (las Leyes no forman parte, como es sabido, del common law, sino de un statute law carente de principios generales, y, por ello, interpretado normalmente con un criterio restrictivo -principio del control of the common law over statute-; Las Leyes no integran por eso un verdadero ius orgánico y general, sino que se limitan a resolver local conditions and situations: POUND). La idea esencial de la independencia de la Magistratura -y así se ve en la famosa polémica de COKE- no es más que una implicación natural de la independencia del Derecho respecto del Príncipe, pero expresa certeramente que el juez es visto como un órgano propio, no del Estado ni de la Corona (aunque siga actuando nominalmente en nombre de ésta), sino de la lex terrae, como viva vox legis, o lex loquens, teniendo en cuenta que aqui lex no expresa la voluntad de un imperante, sino el derecho establecido en la comunidad y por ella misma aceptado y vivido. Si el Juez no puede recibir órdenes del Rey es porque el Rey no tiene la disponibilidad sobre el derecho, porque el juez no actúa según la voluntad del Rey, sino is sworn to execute justice according to law and the customs of England (Case of the Prohibitions del Rey, 1612, redactado por el gran COKE).

     Muy sumariamente, ésta era, y sigue siendo en lo fundamental, la realidad inglesa de la pluralidad de los poderes, pluralidad que se unifica solamente en la idea de constitution, que es una idea simple y confesadamente estructural. Mediante una transposición típica de la razón política continental, MONTESQUIEU volatilizará su esencia profunda convirtiéndola en un simple arbitrio práctico e instrumental, en una técnica organizativa ingeniosa y mecánica para proteger la libertad. Esta imagen rebajada será más tarde fácil presa de la concepción transpersonalista del Estado, que reduce los poderes a simples órganos de un ente superior.

     En el propio Derecho Continental la situación es semejante, contra lo que suele ser la opinión común. El Parlamento, más que un órgano del Estado, es un órgano del pueblo, auténtico titular de la propiedad del poder (HAURIOU), titularidad que ejerce a través de sus tres funciones esenciales: el control del Gobierno, la aprobación de las Leyes y la adopción de las decisiones políticas fundamentales. No es casual que los Parlamentos de todos los sistemas políticos se constituyan sobre el principio de la representación política -representación del pueblo-, sean cuales sean sus técnicas concretas: así, el artículo 66.1 de la Constitución: Las Cortes Generales representan al pueblo español. La Ley como producto típico del Parlamento, no es una manifestación de la voluntad del Estado, supuesto ente místico transpersonal, sino una simple autodisposición de la comunidad (representada en el Parlamento) sobre sí misma, en los términos que habremos de concretar más adelante.

     El Juez, por su parte, tampoco es un órgano del Estado, sino del Derecho. Es viva vox iuris, iuris dictio, directamente vinculada al Derecho sin insertarse jerárquicamente en su función sentenciadora en ninguna organización, sin perjuicio de que ésta le designe, le sostenga y ponga al servicio de sus decisiones su propia fuerza. Lo cual se justifica fácilmente sin más que recordar que el Derecho no es un producto de la voluntad del Estado, sino una función de la comunidad, función que, frente a un legalismo ingenuo (que no sólo la teoría rechaza, sino que la experiencia práctica más elemental desautoriza totalmente), nunca puede encerrarse en un catálogo cerrado de Leyes y de Reglamentos. Justamente es el Juez el inexcusable órgano a través del cual se hacen presentes en la vida jurídica las fuentes del Derecho no formalizadas o estatalizadas (la costumbre, los principios generales del Derecho), que, como hemos de ver más despacio, se introducen inevitablemente a lo largo de todo el proceso aplicativo.

     Es claro en todo caso, que el Juez, en el ejercicio de sus funciones de tal, no está organizado dentro del Estado, aspecto sustancial que tiende a analizarse cuando se presenta como un simple arbitrio práctico el postulado de su independencia. La relación entre el Derecho y el Juez es directa, sin que ningún otro sujeto u órgano pueda intervenir en el momento de tomar sus decisiones.

     La situación de la Administración Pública es, por el contrario, completamente distinta. La Administración Pública se encuentra totalmente organizada y los funcionarios son simples agentes de esta organización. La Administración Pública no es re-presentante de la comunidad, sino una organización puesta a su servicio, lo cual es en esencia distinto. Sus actos no valen por eso como propios de la comunidad -que es lo característico de la Ley, lo que presta a ésta su superioridad y su irresistibilidad-, sino como propios de una organización dependiente, necesitada de justificarse en cada caso en el servicio de la comunidad a la que está ordenada. Así, la Constitución, al referirse a la Administración, además de subrayar como primera nota definitoria su carácter servicial (art. 103.1: La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales), extrae de ello inmediatamente su condición de subordinada o sometida (art. 103.1: con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho; art. 106.1: Los Tribunales controlan la ... legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican) no es simple retórica constitucional, es la esencia misma de esa realidad política.

     Pues bien, esta organización servicial de la comunidad (especie de empresa de gestión de negocios dirigida a la vez en interés del gobierno del Estado y en el interés del público, como dirá HAURIOU) que es la Administración Pública, aparece con una personalidad jurídica propia, y para el Derecho Administrativo, al que está sometida, es, ante todo un sujeto de relaciones jurídicas. El dato primario ante el Derecho de la Administración Pública es éste de su personalidad jurídica, personalidad que es una nota que la comprende a ella sola como organización y que deja fuera, como hemos tratado de subrayar, a los órganos legislativos y judiciales.

     La tradición absolutista del continente, que unificaba todas las funciones públicas subjetivamente en el monarca, ha tendido a ver en el concepto de Estado un sustituto abstracto de ese centro subjetivo único, lo cual ha sido aún reforzado por la reelaboración teórica efectuada desde la filosofía idealista alemana (por cierto, inmersa ella misma en un absolutismo de estricta observancia, que intenta sublimar en un espíritu objetivo transpersonal). Pero para un análisis jurídico un poco atento, el Estado no se presenta como, un ente místico y totalizador, antes bien, como un simple compositum estructural del que interesa retener, y no difuminar, sus elementos reales y sustantivos.

     El dogma de la personalidad jurídica del Estado como expresión de un supuesto ente transpersonal se formó en Alemania en el XIX para encubrir, so capa del mismo, como ya notó HELLER, el problema político básico de la titularidad de la soberanía; ni al pueblo, por razones obvias, ni al monarca, porque la confesión ya resultaba escandalosa: la soberanía, se concluyó, pertenece al Estado, entendido como un ente abstracto del cual todos los protagonistas de la vida política real serían a lo sumo simples órganos (por cierto, que, por idénticas razones, la franquista Ley Orgánica del Estado de 1967, art. 1.1, recayó en la misma idea). Hoy la Constitución española, artículo 1.2 establece sin ambiguedades que la soberanía radica en el pueblo. Sobre el cimiento de esta realidad básica, toda la construcción política es instrumental y nada impone sustantivarla ni aislarla de ese origen, tratándola como una entidad abstracta. Como ha notado SHEUNER, el Estado es una cooperación institucionalizada de los ciudadanos a través de una ordenación de órganos y de funciones y nada justifica encubrir los problemas de una asociación de personas... mediante la idea de un poder estatal sustantivado dotado de una voluntad propia. La Ley, no es la voluntad del Estado, es la voluntad general o de todos, como precisa el Preámbulo de la Constitución y resulta del artículo 66 de ésta. La Sentencia tampoco necesita explicarse como el producto quintaesenciado de un ente místico: es la expresión concreta del Derecho sobre el que el pueblo vive (cfr. art. 117.1 de la Constitución: la justicia emana del pueblo). En parte alguna, ni aún en la doctrina alemana actual, por supuesto, esos actos públicos básicos son explicados desde la teoría del Estado como una entidad sustantiva, explicación que sería, además, profundamente antidemocrática. Permítase esta cita de Konrad HESSE: a la concepción actual del Estado... Le está vedada la vuelta a representaciones del mismo como una unidad sustantiva dada, situada más allá de las fuerzas históricas reales..., aislando al Estado de su sustrato sociológico.

     En cambio, la personificación de la Administración no necesita de mística alguna. La Administración es una organización instrumental, la cual actúa siempre ante el Derecho como un sujeto que emana actos, declaraciones, que se vincula por contratos, que responde con su patrimonio de los daños que causa, que es enteramente justiciable ante los Tribunales. Entre todos los poderes del Estado, sólo ella actúa según esta técnica -con la reserva que inmediatamente haremos sobre los aparatos de sostenimiento de ciertos órganos constitucionales-. Por ello entre los actos y decisiones de la Administración, por una parte, y la Ley y las Sentencias, por otra parte, existe y precisamente desde el punto de vista jurídico una insalvable heterogeneidad, que se desconocería gravemente si unos y otros productos se imputasen al mismo agente.

     Desde esta perspectiva se impone así la consideración de la Administración como una organización dotada de personalidad jurídica, nota que basta para individualizarla de los órganos que actúan otras funciones públicas.

     4. Actividades administrativas de los órganos constitucionales del Estado

     A) La posición mixta del Gobierno

     La consideración de la Administración Pública como una persona jurídica exige y, al propio tiempo, justifica la exclusión de la misma de una parte de la actividad de los órganos superiores de tipo político. Estos órganos, especialmente el Gobierno, no son sólo eventualmente órganos de la Administración Pública (aspecto bajo el cual su actividad está sometida al Derecho Administrativo), sino que cumplen, además otras funciones que nada tienen que ver con la Administración Pública en cuanto persona.

     Así ocurre, por ejemplo, con los actos de carácter internacional, que no se imputan a la Administración Pública interior, sino al Estado en cuanto sujeto de relaciones internacionales, no estando sometidas por dicha razón al Derecho Administrativo, sino, más bien, a la Constitución y al Derecho Internacional.

     Este es el caso también de los actos constitucionales en que se plasman las relaciones entre los Altos Órganos del Estado (por ejemplo, el Título V de la Constitución, relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales, interpelaciones, mociones de censura, disolución de las Cámaras, la sanción de las Leyes, la convocatoria de elecciones o de referéndum, etc.).

     Lo que sucede en estos casos es que en los titulares de estos órganos superiores de la Administración Pública concurre, al propio tiempo, la condición de comisionados del propietario del poder, la confianza); parlamentaria en nuestro sistema (arts. 99, 101, 112, 113 y 114 de la Constitución) para ejercer dicho poder. La concurrencia de esa doble condición explica que tales individuos actúen unas veces en cuanto titulares del órgano administrativo (en cuyo supuesto su actividad se imputa a la Administración como persona y está sujeta al Derecho Administrativo: todos los Reglamentos, actos y contratos administrativos procedentes del Consejo de Ministros) y otras como personas que integran un centro de competencias constitucionales como comisionados políticos del propietario del poder (en cuyo caso su actividad no es administrativa, sino política, y está sometida, por tanto, al Derecho Constitucional).

     B) La realización de funciones administrativas materiales por parte de órganos constitucionales

     Finalmente, está el caso de las actividades materialmente administrativas cumplidas por órganos públicos no integrados en la organización personificada que es la Administración Pública. Hay aquí una importante distinción que hacer según que esas funciones administrativas, desde el punto de vista material, se actúen como complementarias de la función jurídica específica que dichos órganos desempeñan como propia, o bien que sean fruto de las organizaciones instrumentales de sostenimiento y apoyo de que tales órganos, en cuanto órganos constitucionales propiamente dichos, se dotan en servicio de su independencia.

     En el primer caso (policía de las Cámaras, funciones de sus Mesas o Presidencias respectivas, actividad de control o proposiciones no de Ley, autorizaciones para que sus miembros sean procesados, control y disciplina del status de éstos, etc., en el caso de los órganos legislativos; liquidación de tasas judiciales, ejecución de sentencias o su control, policía de la Sala, jurisdicción voluntaria -que los procesalistas pretenden excluir de su ámbito-, en el caso de los órganos del Poder Judicial; o supuestos análogos en cuanto al Tribunal Constitucional, o el Tribunal de Cuentas), la función respectiva podrá ser calificada materialmente como administrativa, será o no equivalente o paralela a la que normalmente cumple la Administración, pero es evidente que no se trata de actos sometidos al Derecho Administrativo, como no lo son, et pour cause, los actos principales que dichos órganos constitucionales producen y respecto de los cuales estos otros son auxiliares o complementarios.

     Distinto puede ser el caso de las organizaciones específicas de apoyo de que estos órganos constitucionales se dotan para sostener su autonomía y excluir cualquier dependencia de la Administración general, a la que normalmente se sobreponen o controlan. Es expresivo el caso del Poder Judicial en el cual, para sostener la radical independencia de la función de juzgar, la Constitución, artículo 122, ha desplazado la administración del aparato de la Justicia desde el Ministerio de Justicia, donde tradicionalmente se encontraba, al Consejo General del Poder Judicial, al cual se le encomienda toda la política del personal judicial y parajudicial (selección, formación, perfeccionamiento, destinos, ascensos, potestad disciplinaria, jubilaciones), personal organizado sobre el esquema funcionarial, así como los aspectos patrimoniales o económicos de soporte del ejercicio de la función judicial (no sólo las retribuciones del personal, también obras de edificios, suministros de material, contratos respectivos, arrendamientos, expropiaciones, etc.). Aun sin la especificidad de ese órgano auxiliar que es el Consejo General aludido, el mismo fenómeno de organizaciones o aparatos instrumentales de apoyo se conoce en los demás órganos constitucionales (Tribunales Constitucional y de Cuentas, Cámaras Legislativas), aparatos más o menos sumarios, pero efectivos en los dos órdenes referidos de la administración del personal propio y de la gestión patrimonial de sostenimiento. Los actos que en ejercicio de estas funciones de apoyo se realizan no son propiamente actos administrativos, por cuanto no imputables a la organización personificada que es la Administración General del Estado, sino de órganos que se han configurado con una más o menos perfecta (nunca total en el aspecto financiero, por la unidad presupuestaria y de caja) separación de la misma. Ello no obstante, en cuanto tales actos afectan a terceros (considerando tales, por de pronto, el personal propio ligado por unas u otras relaciones de servicio y, por supuesto, contratistas, expropiados, eventuales perjudicados por el funcionamiento de sus respectivos servicios), dichos terceros no pueden quedar al margen de la protección jurisdiccional que el artículo 24 de la Constitución garantiza hoy a todo ciudadano, y esta protección se residencia normalmente (podría haberse elevado a la jurisdicción civil como residual, según se conoce en otros sistemas) en la jurisdicción contencioso-administrativa, por similitud de posición (así, art. 99.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, art. 47 de la Ley Orgánica del Consejo del Poder Judicial).

     Pretender ver en este último fenómeno una ruptura del criterio que identifica a la Administración con organizaciones públicas personalizadas y, más aún, una justificación actual del viejo dogma de la personalidad global del Estado, es algo que carece de sentido. Esas organizaciones de apoyo son puramente ancilares de las funciones principales cumplidas por los órganos constitucionales para cuyo sostenimiento se establecen, funciones principales que continúan siendo totalmente extrañas al Derecho Administrativo; por otra parte, la actuación material de la Administración pública propiamente tal es infinitamente más compleja y proteica que la que realizan esos aparatos de apoyo, limitada, como ya hemos notado, a la gestión de personal y a los aspectos patrimoniales interesantes a terceros, de modo que resulta completamente vano intentar tipificar por este último rasero una supuesta "función administrativa" del Estado en sentido material, y ello tanto menos cuanto que otras supuestas funciones administrativas materiales cumplidas por esos mismos órganos, aquellas que están vinculadas al mismo cumplimiento de sus respectivas funciones principales, como hemos visto, quedan del todo al margen de esa extensión parcial de reglas propias del Derecho Administrativo.

     Tampoco parece razonable, como se ha intentado (SANTAMARIA), postular una personificación jurídica independiente de cada uno de estos órganos o, al menos, de algunos de ellos. Dada la ocasionalidad con que su actividad puede caer bajo la jurisdicción de los Tribunales contencioso-administrativos, parece suficiente una norma de atribución específica de competencia a los citados Tribunales sobre los actos de dichos órganos constitucionales en cuanto se refieran a sus funcionarios o a relaciones patrimoniales que interesen a terceros. Será, pues, una simple extensión pragmática de un régimen de protección a un sector mínimo de la actividad de esos órganos, a los efectos de habilitar para los funcionarios y los terceros una vía efectiva de tutela judicial, tutela no susceptible hoy de limitaciones.

     5. La pluralidad de Administraciones Públicas y las técnicas de reducción a la unidad

     Hemos hablado hasta ahora de Administración Pública en singular y nos hemos referido preferentemente con el empleo de esa expresión al nivel en que se mueve la Administración del Estado, que es la Administración Pública por excelencia.

     En todo ello subyace una cierta simplificación, que conviene precisar ahora. En efecto, no hay una sola Administración Pública, sino una pluralidad de Administraciones Públicas, titulares todas ellas de relaciones jurídico-administrativas. Junto a la Administración del Estado se alinean las de las Comunidades Autónomas, las Administraciones Locales (Provincias, Municipios, Entidades locales menores), todas y cada una de las cuales cuentan con su propia personalidad jurídica independiente, y una pléyade de entidades institucionales o corporativas igualmente personificadas.

     Esta pluralidad de Administraciones Públicas, de entidades dotadas de personalidad jurídica, existentes y actuantes en el campo del Derecho Administrativo (sólo los Municipios alcanzan el número de 8.000 en nuestra organización administrativa vigente), no condena por sí sola como artificiosa la simplificación hasta ahora utilizada.

     Hay, en primer lugar, entre todas ellas una primera división, a la vez horizontal, mediante el principio constitucional de competencia y la separación de dos órdenes separados, el del Estado y el de las Comunidades Autónomas, y vertical, por la concentración en el orden del Estado de los poderes políticos superiores o soberanos (art. 1.2 de la Constitución; vid. infra, cap. VI). Alrededor de estos dos órdenes administrativos fundamentales del Estado y de las Comunidades Autónomas giran todas las demás Administraciones, que son, en este sentido, Administraciones "menores", sometidas a una tutela más o menos amplia, pero efectiva, de las primeras. Así, a través del sistema constitucional que integra las dos instancias superiores y asegura la resolución de sus conflictos (art. 161 de la Constitución y arts. 59 y sigs. LOTC), y de la supremacía que a éstas corresponde sobre toda la pléyade de las Administraciones menores a través de las técnicas de tutela y en el caso de los entes institucionales, de instrumentalidad, toda la galaxia administrativa se reconduce a una unidad estructural y sistemática; el principio constitucional de coordinación (art. 103.1) es expresión de este principio organizativo correlativo de la unidad global del Estado.

     6. La caracterización jurídica de la Administración Pública en el ordenamiento positivo en vigor

     Cuanto hasta aquí hemos dicho, desde un nivel abstracto y general, hay que verificarlo ahora sobre la base de nuestro propio ordenamiento positivo en vigor, que presenta, como es notorio, algunas singularidades cuyo alcance debe ser precisado antes de continuar el camino emprendido.

     Hemos puesto especial insistencia en subrayar la importancia del principio de división de poderes como marco en el que nace y se desarrolla la Administración y el Derecho Administrativo contemporáneos, aserto en el que tendremos ocasión de insistir también más adelanté desde otras perspectivas.

     Nuestro sistema quedó configurado sobre la recepción de ese principio, que consagró el constitucionalismo y sus leyes de desarrollo a partir de la Constitución de Cádiz. No es ocasión de repasar aquí los hitos más significativos de ese proceso configurador, que queda consolidado en la segunda mitad del siglo XIX. Esta situación no se vio gravemente afectada, a los efectos técnicos-jurídicos del Derecho Administrativo, cuando en el siglo XX advienen en nuestro país situaciones dictatoriales que niegan la operatividad de la división de los poderes, porque, por debajo de los dogmatismos políticos y sin perjuicio de que éstos resultasen más visibles respecto de los otros dos poderes, permaneció la anterior caracterización jurídica de la Administración, asegurada por un sistema de Leyes especiales tributarias del principio de división de los poderes.

     Hoy este principio, aunque no proclamado de manera formal, luce claramente en la Constitución de 1978. Los títulos III, IV y VI de su Texto tratan, respectivamente, de las Cortes Generales (que, al representar al pueblo español, ejercen la potestad legislativa, art. 66), del Gobierno y de la Administración (el primero ejerce la función ejecutiva, art. 97), y del poder judicial (sometido al imperio de la Ley, art. 117). Como se notará sólo a este último se ha respetado el nombre tradicional de poder, pero los conceptos utilizados para los demás y sobre todo, la regulación general de todos ellos son inequívocos en el sentido de la teoría tradicional de la división de los poderes en su versión de régimen parlamentario (art. 1.3 y Título V de la Constitución), y ello sin implicar en manera alguna, como en la formulación francesa revolucionaria, la exención judicial del Ejecutivo. De este modo, las dificultades que un sistema de unidad de poder pudo implicar para la teoría jurídica de la Administración y para el Derecho Administrativo han quedado del todo eliminadas, así como consagrado de manera solemne el principio del sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho (art. 103.1) y al correlativo control plenario judicial (art. 106.1).

     Materialmente, como ya hemos observado más atrás, la Administración, precisa el artículo 103 de la Constitución, se ordena al servicio de los intereses generales, con objetividad y con eficacia y, además, con prohibición de arbitrariedad (art. 9.2).

     Sobre estas bases constitucionales, el dato de la personificación es igualmente explícito en el ordenamiento jurídico en vigor. Así resulta del artículo 1 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 26 de julio de 1957 (LRJAE): La Administración del Estado constituida por órganos jerárquicamente ordenados, actúa para el cumplimiento de sus fines con personalidad jurídica única. La personificación de las Administraciones Territoriales, Comunidades Autónomas, Provincias y Municipios está reconocida en el artículo 137 de la Constitución (entidades [qué] gozan de autonomía) y para las dos últimas por la vigente Ley reguladora de las bases del Régimen Local de 2 de abril de 1985 (LRL). Las Leyes de Régimen Jurídico de las Entidades Estatales Autónomas (LEEA), de 26 de diciembre de 1958, y General Presupuestaria (LGP), de 23 de septiembre de 1988, y una pluralidad de leyes especiales formulan la misma declaración de personificación de las Administraciones de otro carácter.

     En fin, una Ley capital en el sistema del Derecho Administrativo, la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, de 27 de diciembre de 1956 (LJ), tras precisar en su artículo 1 que dicha jurisdicción entiende de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública, añade que:

     Se entenderá a estos efectos como Administración Pública:

     a) La Administración del Estado en sus diversos grados;

     b) Las Entidades que integran la Administración Local, y

     c) Las Corporaciones e Instituciones públicas sometidas a la tutela del Estado o de alguna Entidad Local.

     [Las Administraciones de las Comunidades Autónomas no están aquí aludidas, dada la fecha de la LJ, pero el art. 153, c), de la Constitución suplió esa omisión, que el legislador ordinario ha salvado ya expresamente; vid. el artículo 1 de la Ley de 5 de octubre de 1981.]

     Así pues, resulta claro que el sistema de Derecho Administrativo, como sistema garantizado por la jurisdicción contencioso-administrativa, se aplica a las organizaciones personificadas que el citado precepto básico enumera (más a las Comunidades Autónomas y a las Administraciones por ellas tuteladas) y no a ninguna función abstracta que pueda emanar de cualquier órgano estatal. El criterio subjetivista de nuestro ordenamiento para la construcción del Derecho Administrativo es, por tanto, explícito.

     II.   EL CONCEPTO POSITIVO DE DERECHO ADMINISTRATIVO

     1. El Derecho Administrativo es el Derecho propio y específico de las Administraciones Públicas en cuanto personas

     Antes de hacer mayores precisiones conviene recordar la existencia de dos clases de Derechos: Derechos generales y Derechos estatutarios.

     Un Derecho general se refiere y es aplicable a toda clase de sujetos. Este es el caso, por ejemplo, del Derecho Civil. Hay otros Derechos, en cambio, que sólo regulan las relaciones de cierta clase de sujetos, en cuanto sujetos singulares o específicos, sustrayéndolos en ciertos aspectos al imperio del Derecho común. A estos Derechos se les puede denominar Derechos estatutarios, revalorizando así convencionalmente la vieja terminología medieval. El Derecho Canónico es un ejemplo claro de Derecho estatutario, ya que no se refiere a una abstracta función sacral, sino que regula las relaciones jurídicas de unos entes específicos, incluso cuando no se refieran directamente a la función sacral. Por esta razón, en el Derecho Canónico figuran preceptos sobre propiedad, prescripción, procedimiento, penas, etc. El propio Derecho Mercantil ha sido, también, un Derecho estatutario típico en su origen y desarrollo (Derecho de los mercaderes). A partir de la Revolución Francesa y la codificación napoleónica, el Derecho Mercantil se transformó en un Derecho de base objetiva, regulador de los actos de comercio (asi figura concebido en el vigente Código de Comercio), pero últimamente tiende a ser considerado de nuevo como un Derecho de base subjetiva, de carácter estatutario, como Derecho propio de las empresas mercantiles.

     Pues bien, algo semejante sucede con el Derecho Administrativo, que no es ni el Derecho propio de unos órganos o de un poder, ni tampoco el Derecho propio de una función, sino un Derecho de naturaleza estatutaria, en cuanto se dirige a la regulación de las singulares especies de sujetos que se agrupan bajo el nombre de Administraciones Públicas, sustrayendo a estos sujetos singulares del Derecho común.

     2. Consecuencias de este concepto

     A) El Derecho Administrativo es un Derecho Público

     Por lo pronto, hay que decir que el Derecho Administrativo es un Derecho Público, del que constituye una de sus ramas más importantes.

     Siendo la Administración Pública la única personificación interna del Estado, cuyos fines asume, y siendo también dicha persona el instrumento de relación permanente y general con los ciudadanos (en tanto que las funciones no administrativas del Estado son de actuación intermitente y, o bien no se expresan en un sistema de relaciones jurídicas con los ciudadanos, o cuando esto ocurre tales relaciones afectan sólo a contados y excepcionales sujetos), es lícito decir que el Derecho Administrativo es el Derecho Público interno del Estado por excelencia.

     El Derecho Administrativo está íntimamente interrelacionado con el Derecho Constitucional, en su sentido estricto de Derecho de la Constitución en cuanto norma jurídica. Sin embargo, éste enuncia los principios básicos del ordenamiento, por la propia superioridad que dentro de éste presenta la Constitución misma, de modo que su superioridad sobre el Derecho Administrativo, como sobre cualquier otra rama del ordenamiento, no es discutible; por otra parte, su ámbito material es también más extenso, puesto que abarca a los aspectos del Estado que exceden de los propiamente administrativos. Ahora bien, esas diferencias materiales no concluyen en separación de ambas ramas, antes bien postulan una relación permanente entre ambas, como se manifiesta en el tratamiento conjunto de las dos por los mismos especialistas, que es común en todo el mundo occidental. La superioridad normativa de la Constitución no es un postulado abstracto, como habremos de ver en el capítulo siguiente, sino que penetra todas y cada una de las demás normas, y específicamente de las administrativas, pauta de la actividad ordinaria y más extensa del Estado, que expresan, por ello un Derecho Constitucional concretizado (WERNER); todas las instituciones del Derecho Administrativo están marcadas por la regulación básica del poder y de la libertad que se contienen en la Constitución. Por otra parte es un hecho que, especialmente en el mundo europeo, la teoría de las fuentes, la de los límites de la acción del Estado, la de la justicia aplicada a la actividad de éste, la de los derechos individuales disputando al poder áreas de respeto y protección, la de la organización pública, etc., se han formado en el Derecho Administrativo, sin cuyas aportaciones la ciencia del Derecho Constitucional sería difícilmente concebible. Una y otra ciencia resultan por ello indisociables como capítulos del mismo Derecho del Estado.

     B) El Derecho Administrativo es el derecho común de las administraciones públicas

     El carácter estatutario del Derecho Administrativo supone, como hemos dicho ya, que es un Derecho referido a un tipo determinado de sujetos, las Administraciones Públicas. Esto quiere decir, por lo pronto, que el Derecho Administrativo tiene que atender básicamente a las exigencias que estos sujetos presentan para su desenvolvimiento jurídico normal. Dicho con otras palabras, el Derecho Administrativo es un microcosmos jurídico, que tiende a cubrir todas las posibles zonas en que se mueven las Administraciones Públicas, incluso aquellas que constituyen el objeto de regulación de otros Derechos. Así pues, lo mismo que hay un Derecho Procesal o un Derecho Penal generales, hay también un Derecho procesal administrativo o un Derecho penal administrativo. El proceso, las penas o sanciones, los contratos, la propiedad, la responsabilidad, las servidumbres, la delegación, etc., todas las instituciones y técnicas propias de los Derechos comunes sufren, cuando inciden sobre sujetos administrativos, un proceso de modificación o de modulación para adaptarse a las especiales características de estos sujetos, dando así lugar al contrato administrativo, la responsabilidad administrativa, la delegación administrativa, etc. El Derecho Administrativo resulta ser de este modo el Derecho común de las Administraciones Públicas. Esta afirmación hay que entenderla como opuesta a la expresión Derecho especial. El Derecho Mercantil, por ejemplo, no es un Derecho común sino un Derecho especial, ya que en las materias que él mismo no regula se aplica el Derecho Civil. En el Derecho Administrativo, por el contrario, la situación es completamente distinta: cuando en él hay una laguna, ésta se integra con sus propios principios sin necesidad de acudir a otros Derechos. Así lo viene declarando sistemáticamente el Tribunal Supremo.

     Como bien se comprende, esta observación tiene un valor práctico de primera importancia, en relación a lo dispuesto en el artículo 43 (antes 16) del CC, según el cual las disposiciones de este Código se aplicarán como supletorias en las materias regidas por otras leyes. En contra de la opinión tradicional de los civilistas hay que decir que el artículo citado se refiere sólo a las leyes especiales del ordenamiento civil, pero no a las leyes especiales del ordenamiento administrativo, que es capaz de autointegrar sus propias lagunas sobre la base de sus mismos principios generales, sin perjuicio de que estos principios remitan con frecuencia a los criterios jurídicos generales formulados o desarrollados en el Derecho Civil.

     El Derecho Admnistrativo, en cuanto Derecho común de las Administraciones Públicas, no está formado solamente por normas positivas, sino también por principios generales, que sirven para articular, interpretar y completar esas normas, a las que acompañan, formando en torno a ellas un aura inseparable. Sobre ello hablaremos más despacio en el capítulo siguiente.

     C)  La presencia de una administración pública es requisito necesario para que exista una relación jurídico-administrativa

     El carácter estatutario del Derecho Administrativo comporta una última y decisiva consecuencia: para que exista una relación jurídico administrativa es preciso que, al menos, una de las partes en relación sea una Administración Pública. Esta afirmación requiere, sin duda, algunas precisiones.

     a) La actividad materialmente administrativa de los demás órganos del Estado

     Al no ser referibles a la Administración Pública en cuanto persona, es claro que no están sujetas al Derecho Administrativo, como antes ya notamos, las supuestas "funciones administrativas" que realizan los órganos o entidades situadas fuera de la misma. Así, por ejemplo, la actividad de jurisdicción voluntaria que realizan los Jueces y Tribunales, la policía de audiencia, los tratados internacionales, las pensiones extraordinarias concedidas por las Cortes, etc. Recordemos, no obstante, la extensión analógica que hace la Ley respecto de actos afectantes a terceros de las organizaciones de apoyo de ciertos órganos constitucionales independientes.

     b) La llamada actividad administrativa de los particulares

     Con todo, para ser rectamente entendido el requisito de la presencia de una Administración Pública para que una relación jurídica pueda ser calificada de administrativa es preciso tener en cuenta las observaciones que siguen.

     La Administración Pública no gestiona por sí misma todos los servicios públicos de que es titular. Bajo el imperio de la ideología liberal se impuso el dogma de la incapacidad del Estado para ser empresario y, para satisfacer las exigencias que en ocasiones se le presentan para la organización de servicios que suponen explotaciones industriales, se acudió a la técnica de la concesión, por virtud de la cual la gestión del servicio se entrega a un empresario privado bajo ciertas condiciones, reteniendo la Administración la titularidad última del servicio concedido y con ella las potestades de policía necesarias. En ocasiones, sin embargo, la Administración concedente delega en el concesionario el ejercicio de estas potestades de policía sobre los usuarios del servicio. Este ejercicio, por el concesionario de las potestades de policía delegadas se traduce en actos (imposición de multas, por ejemplo, al usuario que infringe los reglamentos del servicio), cuya virtud y eficacia es la misma que si hubieran sido dictadas por la Administración delegante. Se trata, pues, de verdaderos actos administrativos, en la medida en que el concesionario actúa en lugar de la Administración Pública como delegado suyo.

     Es explícito en este sentido el artículo 126.3 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales, de 17 de junio de 1955 (RSCL), según el cual los actos de los concesionarios realizados en el ejercicio de las funciones delegadas serán recurribles en reposición ante la Corporación concedente, frente a cuya resolución se admitirá recurso jurisdiccional con arreglo a la Ley. En términos semejantes se pronuncia el artículo 203 del Reglamento General de Contratación del Estado de 25 de noviembre de 1975 (RCE).

     Este fenómeno de delegación se produce también fuera del campo de la concesión de servicios públicos con los mismos efectos. El delegado (que puede ser otra Administración Pública o, incluso, un simple sujeto privado) actúa en el ámbito de la delegación como si fuera la propia Administración Publica delegante. Dentro de este concreto ámbito, las relaciones jurídicas que se traben entre los particulares y el delegado serán, también, administrativas, aunque este último sea formalmente un ente privado. Así, por ejemplo, los actos dictados por las Asociaciones administradores de concentraciones y agrupaciones de fincas forestales -sociedades civiles, mercantiles o cooperativas- para la ejecución de los planes de aprovechamiento de las fincas agrupadas son recurribles ante la Administración Forestal, como si hubiesen sido dictados por ésta, según dispone el artículo 260 del vigente Reglamento de Montes de 22 de febrero de 1962.

     En consecuencia, cuando se dice que para que exista una relación jurídico-administrativa es necesario que esté presente en la relación una Administración Pública, habrá que comprender dentro de esta expresión no sólo lo que se señala en el artículo 1.2 LJ (la Administración del Estado, en sus diversos grados; las Entidades que integran la Administración Local y las Corporaciones e Instituciones Públicas sometidas a la tutela del Estado o de alguna Entidad local), más las Administraciones de las Comunidades Autónomas y sus entidades públicas tuteladas, sino también lo que se dice en el artículo 28.4.b) de la misma Ley; esto es, a los particulares, cuando obraren por delegación o como meros agentes o mandatarios de ella. Ambos preceptos legales se complementan.

     c) El segundo término de la relación jurídico-administrativa: clases de relaciones

     Si uno de los términos de toda relación jurídico-administrativa tiene que ser necesariamente una Administración Pública, en el sentido que acabamos de exponer, el otro puede serlo bien un administrado, bien otra entidad administrativa o bien, incluso, la misma Administración Pública en una relación reflexiva.

     El primer supuesto (relación Administración-administrado) es el más común, el más importante incluso, desde una perspectiva política elemental, pero no el único.

     El segundo supuesto (relaciones inter-administrativas) es también frecuente. Todas las técnicas de engarce entre la Administración del Estado y las múltiples Administraciones Públicas infraestatales (territoriales, corporativas o institucionales) resultan de este tipo de relaciones, en las que la Administración del Estado suele aparecer (aunque no necesariamente) en posición de supremacía. Pero también son comunes las relaciones paritarias, en las que ninguna de las Administraciones afectadas ostenta una posición superior; así será común en la relación entre Administración del Estado y Comunidades Autónomas, ordenadas alrededor del principio constitucional de separación o competencia, en órdenes competenciales diversos, aunque eventualmente colaborativos.

     El tercer supuesto (relaciones reflexivas trabadas por una Administración Pública consigo misma) alude al ámbito de la organización, a las relaciones de organización. El tema de la organización es polémico, sin embargo. Una importante corriente doctrinal estima que la organización queda fuera del Derecho Administrativo, ya sea por razones dogmáticas (al entender que la relación jurídico-administrativa sólo puede establecerse entre la Administración y los administrados), ya por razones sistemáticas (por ejemplo, en Alemania, donde tradicionalmente se han venido estudiando dentro del llamado Derecho estatal o Staatsrecht, parcialmente equivalente a lo que en España se denomina Derecho político).

     Para los autores que conciben la Administración Pública como una función es claro que los temas de organización no pueden integrarse en el Derecho Administrativo, ya que, obviamente, la organización no es una función. La utilidad y conveniencia de estudiar esta materia dentro del Derecho Administrativo indujo, sin embargo, a algunos de estos autores, a justificar la inserción de la misma en su sistemática con argumentos más o menos forzados. Así, se ha dicho que la organización, aunque no es propiamente actividad administrativa, es un presupuesto de ésta o una subespecie de la función administrativa, o bien que, al estar dirigida a la actividad, puesto que lo que pretende la organización es asegurar una acción eficaz, existe una íntima interdependencia entre ambas. Muchos autores, aun estimando que, en rigor, la organización no pertenece al Derecho Administrativo, la estudian dentro de él por razones simplemente didácticas, históricas o de pura inercia.

     Frente a estas actitudes hay que sostener, sin embargo, que el Derecho de la organización tiene un lugar dentro del Derecho Administrativo, e incluso, un lugar preeminente, ya que se refiere a su parte más estable, mientras que la actividad propiamente dicha varía mucho con el tiempo y las circunstancias.

     Por otro lado, el criterio de la organización, de la integración en la estructura administrativa, es fundamental, como veremos, a la hora de determinar si una entidad pertenece o no a la Administración Pública. Así ocurre, por ejemplo, con las empresas públicas (una fábrica de electricidad o una empresa de telecomunicaciones por ejemplo). Por la función que realizan o la actividad empresarial que despliegan no hay posibilidad de integrarlas en la Administración Pública, ni de someterlas, al menos en ciertos aspectos, al Derecho Administrativo. Si se toma en consideración el aspecto organizativo, en cambio (por ejemplo, el hecho de su inserción en el Instituto Nacional de Industria, entidad pública), entonces es ya posible considerarla en cierto modo parte de la Administración Pública y aplicarle, en lo que proceda, el Derecho Administrativo.

     La concepción estatutaria del Derecho Administrativo justifica sobradamente, y aun prioritariamente, la inclusión en su ámbito del derecho de la organización en tanto que ésta determina la constitución de las Administraciones como sujetos, que es el primer tema de todo derecho estatutario.

     3. La especificidad del Derecho Administrativo y sus características: el equilibrio entre privilegios y garantías

     Definido ya el Derecho Administrativo, corresponde ahora dar una idea de sus características principales. Dichas características giran en torno, naturalmente, a la singularidad de los sujetos que el Derecho Administrativo regula. La Administración Pública personifica el Poder del Estado; es por ello una potentior persona, un personaje poderoso, cuyo comercio jurídico aparece penetrado por la idea de poder público (HAURIOU). La Administración Pública, que, como hemos visto, asume el servicio objetivo de los intereses generales, de acuerdo con el principio de eficacia (art. 103.1 de la Constitución), dispone para ello de un elenco de potestades exorbitantes del Derecho común, de un cuadro de poderes de actuación de los que no disfrutan los sujetos Privados.

     Así, por ejemplo, puede crear, modificar o extinguir derechos por su sola voluntad mediante actos unilaterales (por ejemplo, adquirir de los particulares bienes o derechos sin contar con la voluntad de éstos mediante la expropiación forzosa) e, incluso ejecutar de oficio por procedimientos extraordinarios sus propias decisiones -privilegio de decisión ejecutoria y acción de oficio- (por ejemplo, cobrar una multa por la vía de apremio, llegando, si es necesario, a enajenar los bienes del deudor para satisfacer de ese modo su crédito).

     Para producir estos extraordinarios efectos no necesita ni siquiera acudir al Juez. Sus actos constituyen verdaderos títulos ejecutivos sin necesidad de declaración judicial al respecto. No tiene necesidad, por tanto, de acudir a los Tribunales en juicio declarativo para obtener una sentencia favorable que sirva de título a una posterior realización material de sus derechos. Desde este punto de vista, el acto administrativo vale tanto como la propia sentencia del Juez. Por otra parte, a diferencia también de lo que ocurre con los simples particulares, la Administración no necesita acudir a los Tribunales en juicio ejecutivo para obtener la ejecución de sus títulos ejecutivos, de sus actos. Dispone, como hemos dicho, de medios propios de ejecución. Puede, en consecuencia, hacerse justicia por sí misma, sin necesidad de pedirla a los Tribunales (privilegio de autotutela).

     La virtud ejecutiva de sus actos arrastra también otra importante consecuencia: el traslado a los particulares afectados por dichos actos de la carga de impugnarlos jurisdiccionalmente. El control jurisdiccional de los actos administrativos tiene así en principio un carácter revisor, que matiza de forma importante, como en su momento veremos, toda la mecánica procesal. Este control de los actos administrativos se lleva a cabo a través de un orden jurisdiccional diferente al civil, de carácter judicial, pero especializado: la jurisdicción contencioso-administrativa, en la que la Administración comparece, como regla general, en la más cómoda posición de demandada, adoptando los particulares que impugnan sus actos la posición de demandantes.

     Por lo demás, la simple impugnación ante los Tribunales de la Jurisdicción contencioso-administrativa de los actos administrativos no priva a éstos de su fuerza ejecutiva. El recurso contencioso-administrativo no suspende por sí mismo, como regla general, la eficacia del acto impugnado, que, a pesar del proceso trabado, puede desplegar todos sus efectos, salvo que los Tribunales acuerden excepcionalmente la suspensión de los mismos. El control jurisdiccional de la actividad de la Administración resulta ser, por consiguiente, un control a posteriori, ex post facto. La actividad de la Administración en el ejercicio de sus propios poderes no puede, en fin, ser turbada, detenida ni obstaculizada por los Tribunales. Contra los actos de la Administración dictados en el marco de su competencia y a través del procedimiento legalmente establecido no caben interdictos. La competencia de la Administración viene, además, asegurada frente a la acción de los Tribunales, mediante un sistema de conflictos que garantiza la separación entre la Administración y la Justicia y la autosuficiencia de la primera.

     Los bienes de la Administración cuentan también con un status privilegiado. Los de dominio público, es decir, los afectados a la utilidad pública, son inalienables, imprescriptibles e inembargables, y la Administración titular de los mismos puede recuperar su posesión perdida sin necesidad de ejercitar acción judicial alguna. La misma propiedad privada de la Administración (bienes patrimoniales) es una propiedad privilegiada, no puede ser embargada, por ejemplo, y, caso de perderse su posesión, puede ser recuperada de oficio en el plazo de un año sin acudir tampoco a los Tribunales.

     Esta sumaria descripción de privilegios no debe, sin embargo, inducir a equívocos en relación al carácter del Derecho Administrativo. Junto a los privilegios en más mencionados hay también privilegios en menos (RIVERO). La Administración es, en ocasiones, menos libre que los particulares. No puede, por ejemplo, contratar con quien desee, como puede hacerlo un particular. Tiene que seguir un procedimiento determinado de selección de contratistas establecido por la Ley y atenerse a sus resultados. No puede tampoco formar libremente su voluntad. La Ley la obliga a observar un procedimiento de formación de la voluntad cuya infracción puede determinar la nulidad de la decisión final. Esta decisión, si es favorable para terceros, si declara derechos, no puede ya ser modificada por la Administración que la ha adoptado, que queda vinculada a ella en términos muy estrictos.

     Por otra parte, el Derecho Administrativo coloca, junto a los privilegios, las garantías. Unas, de carácter económico (el pago del justo precio es requisito previo a la ocupación del bien expropiado, toda lesión en los bienes o derechos de un particular que resulte de la actividad de la Administración debe ser indemnizada), otras de carácter jurídico (necesidad de observar un procedimiento, sistema de recursos administrativos contra los actos de la Administración, control jurisdiccional de éstos).


     El Derecho Administrativo, como Derecho propio y específico de las Administraciones Públicas, está hecho, pues, de un equilibrio (por supuesto, difícil, pero posible) entre privilegios y garantías. En último término, todos los problemas jurídico-administrativos consisten y esto conviene tenerlo bien presente en buscar ese equilibrio, asegurarlo cuando se ha encontrado y reconstruirlo cuando se ha perdido. En definitiva, de lo que se trata es de perseguir y obtener el eficaz servicio del interés general, sin mengua de las situaciones jurídicas, igualmente respetables, de los ciudadanos.

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